viernes, 12 de julio de 2013

SUEÑO DEL CRUCIFICADO

Hay puñales en las sonrisas de los hombres; 
cuanto más cercanos son, más sangrientos.
                                                                                                                                        W. S


Esto de coleccionar cosas viejas me viene de mi padre. Recuerdo el pequeño jarrón con la figura de un dios maya que él tenía, en donde las viejas monedas, como sintiéndose presas de ese abismo, me hablaban con sus voces metálicas para que las dejara en rígida libertad sobre la mesa en donde las examinaba una a una. Ya después, me obsesioné con las piedras, iba a los ríos a buscarlas de formas y figuras distintas, y cuando con mis amigos caminábamos por alguna montaña, siempre regresaba más cansado que los demás, por las piedras que cargaba como un condenado en mi mochila. Es por eso que con el tiempo crecían mis fijaciones hacia ciertos objetos; luego fueron los billetes, después los viejos vinilos, últimamente han sido los libros antiguos con los que paso días y noches intoxicándome con los hongos que sus viejos dueños les heredaron en algún momento. Ahora voy a lugares donde sé que puedo encontrar alguna antigüedad y quedarme absorto pensando en las tantas manos y miradas muertas que un día se posaron sobre ellas, sobre las historias que han de guardar y que a fuerza de no salir, llegan a mí telepáticamente y entonces como un autómata, me muevo hacia ellas y las conservo como si fueran el sagrado grial de los templarios. Fue por eso que cuando miré esa cruz de plata, no pude separarme de ella, porque no era como las que había mirado en los catálogos de antigüedades, ni tampoco como las que había buscado por días y días en la web. Pero se notaba que no era común, que a lo mejor fue hecha por la mano de obra más cara del mundo, que a lo mejor está cruz fue la primera en existir y que a lo mejor Pedro, Lutero o el mismo Alesteir Crowley pudieron haberla tenido entre sus manos. Eso era lo que yo pensaba, pero si aun mis pensamientos respecto a la cruz fuesen falsos, no dudaba que la cruz definitivamente era de gran valor. La compré y la llevé a donde un joyero de confianza. Al examinarla por unos minutos, sacó una moneda de su caja fuerte, la cual por su apariencia, parecía que traía en si misma la avaricia de todos los hombres desde el comienzo del mundo.
    -Esta moneda de plata tiene dos mil años o un poco más. –Me Aclaró -Si ves detenidamente con esta lupa, podrás observar un rostro de hombre que está de perfil, con la frente calva y coronada de laureles. Es la figura del Cesar, el General Romano. Te la muestro porque la cruz que me traés, es de la misma plata de Palmira que solamente se encuentra en esa región del medio oriente que el imperio romano cobijó bajo su sombra. Y se nota por su acabado, que fue hecha, tal vez un siglo después de que el Cristo anduviera caminando por este enfermo mundo. ¿La vendés?...

Su pregunta fue lo último que escuché de él esa tarde. Salí del lugar y me fui a la casa a observarla con la minuciosidad que solo tenemos los coleccionistas, con ese detallismo y esa paciencia de arqueólogo que acaricia la esperanza de encontrar el último de los tesoros del mundo. Hay un dicho que dice que la felicidad que no se comparte no es completa. Fue por eso que le hablé a mi mejor amigo y le dije que viniera a casa de inmediato, que tenía algo valioso que mostrarle. Llegó a los pocos minutos y desde que miró la cruz pude notar que los únicos miembros de su cuerpo que se movían eran sus ojos, hasta ya pasados algunos minutos, sus manos tomaron la hermosa cruz y comenzaron a palparla con la delicadeza con que se toca a una virgen en su noche de bodas. Yo permanecía en silencio porque todavía me sentía extremadamente asombrado por el hallazgo y por la suerte de ser el dueño de tal objeto. Cuando mi amigo habló, lo único que dijo fue; es la cosa más hermosa que mis ojos han visto ¿recordás qué te dije cuando miré por vez primera a Helena? Esto lo sobrepasa, sí, lo sobrepasa… y así como hipnotizado se marchó sin decir más. Yo lo comprendí, porque al igual que él, me sentía anonadado ante esa cruz de plata, y cabe aclarar que no soy católico ni que de pequeño fui bautizado como para tener tanto fervor hacia la cruz como suelen tenerla los cristianos. Esto era algo que iba más allá, pero si no era y a lo mejor no seré un católico obcecado con el puño golpeándome el pecho, supe por fin, que era tener ese fervor religioso hacia una figura, aunque leí en la biblia que la idolatría es algo que no está bien, entonces es decir, que yo no estaba bien.
Las noches anteriores a la tragedia, soñaba con tierras lejanas. Con túnicas, balsas, corderos y mares violentos, con multitudes de hombres y mujeres que se arrastraban hacia una luz cegadora, y luego soñaba con besos, con espadas, con gritos y con llantos. Hasta que despertaba agitado y pensando en el por qué de esos sueños que tanto me agobiaban.
Recuerdo que un día regresé a donde el joyero y le pregunté así de repente:
-¿Cuanto pesa su moneda de plata? Y me dijo que pesaba 107 gramos. Le dije que me prestara su balanza, puse mi cruz sobre ella y la balanza marcó 3,210 gramos. Y me fui sin más, como queriendo olvidar esa visita impulsiva.

Luego, esa misma tarde, fue cuando mi amigo regresó a visitarme, lo noté un poco extraño, le pregunté que le sucedía y me dijo que eran problemas con su mujer, que yo ya sabía que así eran las cosas y que así serían. Esa tarde tenía que ir a hacer unos pagos, y lo dejé en casa, confiándole mi espacio como solo a un amigo se le puede confiar. Al regresar, él no se encontraba en casa, el televisor permanecía encendido y no había colillas en el cenicero que había dejado limpio, cuando era costumbre que al regresar, él lo tuviera colmado de estas. No sospeché nada malo, a veces las personas nos movemos impulsivamente y sin pensarlo nos vamos a lugares donde nos podamos sentir mejor. Luego fui a mi cuarto, y al prender la luz noté de inmediato que la cruz que había dejado sobre la mesa, casi en el centro de esta, con su parte frontal mirando hacia mi cama, no se encontraba y de pronto me entró algo así como un impulso violento por tirar las cosas y sin darme cuenta, la pantalla del computador estaba destrozada, que los billetes y los vinilos estaban hechos añicos y las monedas regadas en el suelo me observaban como si fueran los ojos de un monstruo que desde la tierra me miraban fríamente, mientras me convertía en un ser de ritos violentamente extraños. Al recobrar un poco la calma salí de casa, me fui siguiendo la ruta que me conducía a la casa de aquel que me había traicionado. Al llegar pregunté por él, me dijeron que no se encontraba, que había salido de viaje por unos negocios. Entonces regresé a mi hogar, y con la misma paciencia que tenía en escudriñar los objetos, con esa misma paciencia esperé a que llegara el día que él regresaría. Pero no era suficiente el hecho de estar esperando y construyendo las calles por donde conduciría a mí venganza hasta su fin, también salí y averigüé como era posible que mi amigo, al que en más de una ocasión le había confiado a mi mujer y a mis hijos, pudiera haberme hecho algo así. Pero las lenguas no tardaron en dejar libres sus palabras envenenadas y entonces me di cuenta que el viejo de la joyería, el cual era su suegro, le convenció para hacerme el robo y que si me traicionaba, él pagaría las gigantescas deudas que día a día le quitaban el sueño. Mas no sabía mi amigo, que si las deudas le quitaban el sueño ahora yo planeaba con dejarlo soñar por siempre. Recuperé la cruz, fue sencilla, mandé a alguien a hacer negocios con el viejo, era la cruz o su vida y el hijo de puta ese no recibió un solo cinco por la transacción. No pasaron más de quince días cuando me contaron que mi amigo había regresado. Llegué a su casa y al verme me saludó de la manera más hipócrita mente normal que un hombre podría hacerlo, y me tendió su mano y me dio un beso en la mejía para luego expresarme que por la gracia de Dios había salido de su mala situación económica. Mientras él hablaba, saqué sigilosamente la cruz del bolso en donde la guardaba y de pronto, tomándola por la parte a la que mejor se aferraban mis manos, comencé a darle de golpes, hasta que mis manos estaban impregnadas de su sangre, y solo puede escuchar sus gritos cuando solté la cruz y la dejé caer a sus pies como quien tira junto con la vida todo lo que uno a cargado con ella. Esa misma noche que escapé del lugar, soñé que era crucificado en una cruz de plata y que un hombre, en otro lugar, moría por haberme traicionado. Ahora recuerdo con exactitud mi última visita al impostor del joyero, y aquella balanza que me dio la escalofriante cifra en peso de treinta monedas de plata. Si hubiera reflexionado más en eso, mejor hubiera vendido la maldita cruz y otro hombre, en otro lugar, sería el que tendría la pesadilla de la traición y del terrible dolor de una fría crucifixión.