martes, 22 de abril de 2014

LA PREMIACIÓN





 Death is crown of the life

                                                                                                                           Young


    ¡Hoy es tu día muchacho! ¡Hoy es tu día! -Le repetía don Juan a su querido Ariel. Ariel sentía como la sangre le corría velozmente, como si quisiera inundarlo.  Se alegraba profundamente al sentir las palmadas de ánimo que le daba don Juan y más le animaba que este le mirara con la esperanza incrustada entre sus ojos.

    Al llegar la tarde, Ariel fue llevado por don Juan al lugar donde se marcaría su destino. Miraba asombrado el alboroto que había a su alrededor, tantas personas reunidas para mirarlo, en lo que según decía don Juan, sería “su gran día”.

    El lugar estaba lleno y las personas bailaban, tomaban, comían, se insultaban y hasta se abrazaban amenamente, parecía una feria en su día póstumo.

    Al terminar la tarde llegó el momento del joven Ariel, de eso no había duda. Le dieron dos navajas para la pelea, fue cuando comprendió que las cosas eran serias, así como suelen decir algunos “de vida o muerte”. Pero no sentía miedo, la confianza que le había irradiado don Juan era su pan de cada día.

    Todo fue rápido, una cortada por parte de Ariel, otra por parte del contrincante, luego las heridas superficiales, después el agotamiento y de pronto la estocada final… Ariel quedó tendido en el suelo, con sus ojos mirando el infinito de ese lugar.


    Don Juan permaneció con su rostro estático, levantó al gallo, para luego ir a enterrarlo junto con sus esperanzas.

viernes, 18 de abril de 2014

CRÓNICA DE UNA PESTE ANUNCIADA



No hay olor más insoportable que el del miedo
                                                                                                                                       
                                         
                                                                                                                                    
    Cuando el pequeño Santiago estaba a punto de tomar el café de todas las mañanas, recordó que debía entregar a su amigo aquel libro que trataba de un sentenciado a muerte, en el cual  todos a su alrededor  sabían que moriría, menos él. Y que el personaje se llamara como él, le parecía una coincidencia demoniaca, una broma de mala muerte.

    Con café en mano, tomó el libro y  leyó: “el día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio vestido de blanco” Santiago se paró frente al espejo y al verse vestido de blanco tal y como acababa de leer al personaje, pensó que era necesario cambiar de colores y de ideología para poder salvarse la vida.

   Santiago era un joven de 21 años con una conciencia social tan profunda que se había vuelto un líder para las personas que le rodeaban, y si él decía que el rojo y el negro eran los colores con que el cielo estaba pintado, sus seguidores no lo ponían en duda. Pero cuando las cosas en su país se pusieron duras y se les estaba dando seguimiento a todos los líderes de izquierda para darles una muerte anunciada, Santiago se llenó de temor y votó por la ventana todos los ideales que le habían hecho ser uno de los jóvenes más ilustres de su tierra.

    -¿Mamá, hoy no han hablado?
-Tranquilo Santiago, déjate de miedos y haceme caso, porque más sabe el diablo por viejo que por diablo. En aquellos días, cuando agarraban a personas para desaparecerlas, solo era a señores importantes, hombres y mujeres que si no estaban bajo la tierra, hubieran florecido inmensos y fuertes para sacar de sus ceguéz a este pueblo de brutos. Pero voz mijo, déjate de cosas, salí a la calle, divertirte.

    Santiago sabía muy bien que no era en vano que hace dos semanas llamaran a su casa para amenazarle o como decía su madre “para darle un susto”. La última vez que le hablaron le dijeron cosas de suma importancia; La dirección de su casa, a qué horas salía y entraba, los lugares que frecuentaba, las bebidas que tomaba, y así iba aquella lista llena de cosas tan insignificantes, que hasta el mismo Santiago no recordaba tan detalladamente.

    Se miró de pronto al espejo y le daba asco verse vestido de blanco, sabía que la traición era más espantosa que la muerte y que la apariencia de su traje, era un signo de hipocresía descomunal. Pero el miedo le podía más y se repetía con  amargura.- Tirar todo a la mierda, todo, por tenerle miedo a la muerte, si la muerte es más amable con los valientes. Pero ahora que putas voy a hablar de valentía, no quiero morir, no quiero morir…-. Y así se repetía hasta el cansancio, hasta que fue interrumpido por su madre cuando ésta le mandó a comprar leche. Pero antes de hacer caso al mandato de su madre, quiso leer un poco más y  prosiguió con la lectura “Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque. El único lugar abierto en la plaza, era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo.”

    El libro se le cayó de sus temblorosas manos y al levantarlo le dijo a su madre que se sentía mal y que no quería salir, que por favor mandara a su hermano menor. La madre no le dijo nada, aunque sabía que Santiago no estaba enfermo, por lo menos no del cuerpo, si no que su enfermedad era ver los fantasmas que según él decía, lo despertarían del sueño de la vida.

    Cuando su hermano salió, el teléfono sonó como un grito y Santiago corrió a levantarlo.
-Aja pendejito, ¿vos crees que estamos jugando verdad?, por casualidad ¿no acaba de salir tu hermano de tu casa? Vos crees que no podemos agarrarlo y hacerlo mierda para que veas que hablamos en serio. Mejor salí y platica con nosotros, vamos a dar una vueltecita. No te preocupes.
-Señor, escúcheme por favor, pero escúcheme, ya no ando en nada, créame, ahora hasta de blanco me visto.
-Pero tenés la sangre roja pendejo, la sangre roja y los ojos negros.
-Por favor, por el amor de Dios…
-Si vos no crees en Dios ateo de mierda, vos no crees en nada.
-Ahora voy a misa los domingos, créame compa.
-¡Compa! Y todavía me decís “compa”
-Amigo escúcheme…

    La llamada se cortó. Santiago entró a su cuarto con los ojos llorosos y sin decirle nada a su madre, la cual le insistiría que las llamadas solamente eran para asustarlo un poco. Ya estaba harto de la maternal frase “Tranquilo mi amor, solo es para asustarte” acompañada por una caricia que más parecía de despedida que de consuelo.

    Pasaron las horas y al entrar a su cuarto trató de calmarse pues recordó que solo le quedaban unas horas para terminar con el libro, perder el miedo, he ir a dejárselo a su amigo a unas cuantas calles de su casa.

    Y Prosiguió leyendo; “Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más pequeños, tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo. –Espérate y me visto- le dijo él. Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de siete años, era el único que estaba vestido para la escuela. –Acompáñala tú- ordenó mi padre. Jaime corrió detrás de ella si saber qué pasaba ni para donde iban, y se agarró de su mano.

   Y en ese instante Santiago deseó con toda su alma, que su madre al verlo temblar tras las llamadas, dijera para consolarlo lo mismo que la señora del libro “animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias”.

   Casi al terminar el libro, el pequeño Santiago sabía que tenía que tomar valor para salir y entregarlo, y para darse ánimos se decía -Si fuera la asesina ilustrada la que hubiera leído otra cosa fuera, pero esta novelita no debería asustarme. Tanto miedo me va a terminar matando.

    Así que terminó la novela, respiró profundo y antes de salir tomó un vaso y lo llenó con agua. Al llevarlo a su boca, comenzó a temblar de tal manera que el líquido caía al suelo antes de llegarle a los labios. Después de respirar profundo, tan profundo como podían soportar sus pulmones, puso el vaso sobre la mesa con la poca agua que había quedado y salió a entregar el libro.

    Esa noche el pequeño Santiago no regresó a casa, la noche siguiente fue lo mismo y los siguientes días serían el espejo infinito de los anteriores. Santiago nunca regresó.

    Su madre comenzó a buscarlo de manera desesperada con la ayuda de sus vecinos. Lloraba desconsolada y se maldecía por no creer que las amenazas llegarían a tomar cuerpo y forma. Un día de tantos que sumaban la búsqueda, su madre se acercó a un matorral donde un olor familiar se le vino de pronto. -Este es Santiago -se dijo. -Así olía desde que el miedo se apoderó del pobre. La madre lo encontró por un olor fuerte, que no era natural sentir en la descomposición de un cuerpo humano. Santiago olía a miedo, apestaba tanto, que las personas que estaban cerca se alejaron a varios metros del lugar. Solo la madre pudo soportar aquel olor que ya le era familiar, el olor del miedo que había quedado en las sabanas y en las sillas, en las cucharas y en la ropa de su hijo.

    Después que lo encontraron, los forenses dictaminaron su muerte y el documento de difusión decía; “Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi seccionado por dos perforaciones profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el estómago, y una de ellas tan profunda, que lo atravesó por completo y le destruyó el páncreas. Tenía otras seis perforaciones menores en el colon traversa, y múltiples heridas en el intestino delgado. La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le había perforado el riñón derecho. La Cavidad abdominal estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y entre el lodazal del contenido gástrico apareció una medalla de oro de la virgen del Carmen que Santos se había tragado a la edad de cuatro años. La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo espacio intercostal derecho que le alcanzó a perforar el pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda. Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Tenía una punzada profunda en la palma de la mano derecha, que el informe decía. << Parecía un estigma del crucificado>>.


                                                                                     


                                                                                     Tegucigalpa, noviembre del 2009.

martes, 1 de abril de 2014

DÍA DE TRABAJO

Comienzo la faena diaria. Busco entre los rostros que me hacen la señal de parada uno que me haga sentir en con-fianza. Calles atrás, dos tipos me hicieron la señal de parada, pero sus ojos tenían una especie de filo, algo punzante que me dejó herido. Antes de estos, un joven vestido muy decentemente, pantalón negro de tela, camisa manga larga, azul celeste, una corbata del mismo color del pantalón, zapatos negros, por su brillo se notaba que eran de charol y un maletín que se pasaba nervioso de una mano a otra. Pude notarlo bien porque había algo de tráfico, y sin duda, porque también suelo fijarme mucho en las personas. Al hacerme la parada bajé la ventanilla, pero al hablar, pude notar que sus palabras guardaban una repentina furia, escondida bajo la suavizante máscara de la palabra. Le dije que había olvidado algo y que debía ir de inmediato a traerlo. Él sabía que yo mentía, yo sabía que él mentía. Tal vez por eso no sacó el arma de su maletín y me disparó en la frente. Tal vez porque sabía que había descubierto su identidad y porque había tráfico y las personas que estaban alrededor podían verlo si actuaba de manera brusca. Por eso llevo tres horas dando vueltas y más vueltas, recorriendo la ciudad hasta encontrar un rostro en el cual pueda confiar. Pero es difícil confiar. Las estadísticas dicen que cada día un taxista muere asesinado. Que por lo menos diez son asaltados y de dos a cuatro son secuestrados para que en ellos los delincuentes hagan sus atracos. Ahora no se puede confiar en nadie, ni en hombres vestidos de “smoking”, ni en mujeres vestidas de monjas, las apariencias son la carnada para que como peces mordamos el anzuelo que nos desangrará la boca. ¿Y la policía? Son cómplices de esta tragedia del diario vivir. Ellos mismos venden sus armas, sus chalecos, sus municiones al crimen organizado. Ellos mismos son la banda más grande del crimen organizado. Sigo dando vueltas, la cabeza también trabaja en lo mismo. Canto “La chilanga banda”, porque va de la mano con mi nuevo trabajo y porque la aprendí de niño. A veces la gente se divierte cuando escucha como canto ese trabalenguas con buen ritmo, pero todo se lo debo a la paciencia y dedicación. Las grandes obras de la humanidad son construidas con paciencia y dedicación. Cuando era niño, todavía lo recuerdo, cogí un papel y un lápiz, grabé la canción de la radio y pegaba mi oído al parlante, luego comenzaba a reproducirla y a los segundos le ponía “Stop”, luego la re-trocedía y el proceso comenzaba de nuevo hasta que copiaba con la voluntad de un fonético aquellas palabras que no me decían nada. Ahora soy grande y la canto de nuevo, pero ya sé qué significan sus raros acentos, ya sé qué me sugiere su ritmo alucinante y como lo dice lo digo, con fe lo digo “chambeando de chafirete me sobra chupa y pachanga”. Termino la canción, la ciudad es cada vez más oscura y no es el día que se va y me hace tener esta sensación. La ciudad, me parece una mujer gigante que me deja recorrer los caminos de sus venas, que me deja observar la indecencia de sus calles desnudas, que se deja escupir como Magdalena sin arrepentimiento. La ciudad es más oscura, aunque descanse sobre una llama que alumbra el camino de su perdición. Ya son las cuatro de la tarde, y no he montado a ningún rostro, porque los rostros de los ciudadanos son opacos, como el espejo de mi conciencia que se quiebra en las noches más pesadas. ¿Dónde estará mi primer cliente? ¿en qué vientre o en qué sueño levanta la mano para hacerme parada? Sí, mi primer cliente sueña que yo lo recojo y cuando yo duerma soñaré que pido un taxi y que él es el taxista y así será todos los días hasta que llegue la noche del día, y es que él también tiene miedo de estas calles y de estos pasos que caminan sobre ellas, de este tráfico y de este “smoke” donde se esconden las serpientes que sonríen y es que él y yo somos uno mismo, el reflejo de la sociedad, el espejo que se quiebra de miedo, sí, es que él y yo somos lo mismo, la obra maestra de estas calles sucias, el manojo de nervios que hace sonar en sus manos afiladas, y es que la ciudad también ha sido dedicada y paciente y nosotros somos su obra, somos “los hijos de la perdición y del miedo”. Ya no hay combustible, ya no hay caras conocidas como nunca las ha habido. Ya no hay ganas de seguir en este juego de caníbales. Ya no hay más trabajo. Trabajar es demasiado cansado. Ya no hay nada porque seguir aquí.