jueves, 1 de mayo de 2014

EL PESO DE LAS PALABRAS


He descansado. Descansar es lo que él hombre hace la mitad de su vida. Hay que dormir ocho horas al día para que tengamos un buen funcionamiento. Los niños doce o catorce horas. Ya después de la adolescencia se rebajan las horas del sueño para aplicarlas a las horas del trabajo. T-r-a-b-a-j-o. Palabra difícil. Pronunciarla cansa. T-r-a-b-a-j-o. Necesito descansar, hay quienes creen que hablar no cuesta. Que decir “árbol” no lleva trabajo. Están equivocados, esa palabra debe regarse, si no nunca llegaría a ser escuchada. “Libro” palabra difícil. Lleva una L de letras, una I de ideas, una B de bardo, una R de ritmo, una O de ortografía. ¡Vaya cosas!, si combinamos entonces lo que conlleva esa palabra llegamos a “Poema” y ahí la cosa se vuelve más compleja. Dije compleja, otra palabra pesada. Debo descansar, hablar cansa. Las palabras son las piedras que hunden a nuestro yo en el mar de los pensamientos. La palabra labra, eso dijo el eco; me suena a David Aguilar, lo refiere en una de sus canciones. Pero él lo dice de diferente manera, nunca me ha gustado eso del plagio. Él dice así: “Nunca tu palabra labra, a mi sentimiento, miento” Y yo digo: “La palabra labra, eso dice el eco” No hay que ser tan inteligente para saber la diferencia; él dice que la palabra no labra y yo digo que sí. Pero leo bien y al final él dice: “miento” Eso significa que para él la palabra sí labra, igual que para mí. Ya decía yo, no hay nada nuevo. Ya decía.
Escucho pasos, se escuchan con mucha fuerza. Parece que es mi padre quien se acerca, sólo sus pasos sonarían tanto. Es él, viene cerca, este momento no debería existir. A lo mejor me corre de nuevo. A lo mejor viene a abrir la puerta y a decirme que me vaya. Me gustaría quedarme bajo esta sábana, no salir nunca, morir de sed y de hambre en este mueble. Pero morir cómodo.
–Levantáte. Es tarde. Estas no son horas de…
Siempre lo mismo. Día y noche. Tirando palabras como arena a la playa. Insignificantes. ¿Qué fuerza torcerá sus ilógicos decires? ¿Qué dios se apiadará para que sus insípidas palabras no lleguen a mi oído que odia sus palabras? Si fuera agua, caería sobre su techo como una tormenta implacable. Lo ahogaría. Es buen nadador, pero llovería tanto sobre él, que el diluvio antiguo quedaría en el olvido.
–¿No me escuchás? Te estoy diciendo que te levantés.
Me quito la sabana poco a poco. Lo veo y su figura es la misma. Siempre imponente. Siempre con la insolencia y la arrogancia en cada gesto.
–Me acosté tarde. Es por eso que todavía dormía.
–Pues si pensás seguir aquí, olvídate de levantarte a estas horas. Andá a bañarte. Hacé algo por vos. Buscá trabajo, comprá tus cosas. Por lo menos ahora no tenés la excusa que leer es más importante.
Lo detesté con la fuerza de Gargantúa, con la determinación de Ulises, con el odio de Nietzsche, con la frialdad de Cioran. Pero no podía dejar que lo delataran mis ojos. Tenía que poner en práctica el arte de la hipocresía. El arte más detestable de la humanidad. El arte de los débiles y traicioneros. Antes les decía a mis amigos –La hipocresía es el último de los vicios humanos que éste debe dominar. La hipocresía se alimenta de la mentira, la mentira oscurece el alma, y los que mienten como medio para cualquier fin, con el tiempo regresan más y más a su naturaleza animal. Si la humanidad entera se contagiara con ese vicio, vivir sería el castigo más grande y la muerte sería la única salvación de la especie. Pero la hipocresía se anidaba en mi cabeza de a poquitos, sin darme cuenta, como los años que al final no sabemos cómo se acumularon en nuestro viejo y cansado cuerpo.
–Hoy mismo buscaré un trabajo.
–Eso es lo que quiero escuchar. Esas son las palabras que siempre deberían salir de vos.
Dije T-r-a-b-a-j-o. Me siento más y más cansado. Si vuelvo a repetir esa palabra caeré desmayado y sin fuerza alguna.
-Sí padre. No se preocupe.
Me miró con agrado. Tal vez pensó que este era el comienzo para que me encaminara a una vida normal. Porque para él eso de andar leyendo de un lado a otro, cargando libros de aquí para allá y de allá para acá, es un cuadro que debería permanecer en los manicomios. Las personas normales tienen que trabajar de vendedores, de doctores, de abogados, de ingenieros, de cualquier otra cosa que los aleje de los sucios y polvorientos libros. “La mucha lectura mata” Decía en voz alta. Pero sabía que ya estaba muerto. Que las letras no podían hundirme más en mi oscuro mar de lodo.


Ese día le hablé a un amigo. Tenía un taxi. Y eso de ir de un lado a otro de la ciudad, platicando con personas distintas, era algo que verdaderamente me llamaba la atención. Me dio el trabajo. Pase a ser parte del rubro de los taxistas, del equipo de trabajo más insultado por la sociedad, bueno, apartando a los policías, porque una cosa es ser el rubro más insultado y otras el más insultado y odiado. Cosas distintas, muy distintas. Pero no podía echarme para atrás a pesar de cualquier situación en contra. La pesada palabra tenía que llegar a mí, así como la muerte le llega a todos los vivos. Ahora tenía un trabajo. Ahora dejaba de ser un parásito de la sociedad. ¡Qué paradoja!, porque esta sociedad es el parásito más grande, y las letras o cualquier arte, es la forma más eficiente de no dejar que nos absorba. Pero lo que yo pensaba no tenía peso en este círculo. En fin. Ahora sí era parte del parásito que chupaba la vida del país. Por fin había encontrado trabajo. ¡Oh!, esa palabra, repetí esa palabra de nuevo. Ya no tengo fuerzas para seguir.





                                                                                 De Autobiografía de un Hombre sin Importancia