viernes, 4 de diciembre de 2015

Oscar Acosta, el último bibliófilo de un país sin libros



Ludwing Varela


Sí, bien sabemos que Oscar Acosta fue un hombre que se dedicó de lleno a la literatura; poeta, cuentista y ensayista. Que ganó varios premios nacionales e internacionales y que fue jurado de muchos otros de gran importancia. También sabemos que fue fundador de una de las editoriales más importantes de los sesentas y que junto a Pompeyo del Valle y Roberto Sosa recopiló algunas valiosas antologías de poesía y una de cuentos, que marcaron una línea entre un modernismo y pos modernismo a una tardía vanguardia. Fue también un recopilador de obras completas de grandes autores hondureños que hoy estarían en el olvido si no fuera por su buen ojo y sus gigantescas ganas de pelear contra el olvido. Que fue diplomático, director de la academia de la lengua etc. Todo eso se conoce de él y se ha dicho en varias conferencias, homenajes, y en pequeños artículos redundantes como los que podrán encontrar en este libro. Pero había una pasión más en la vida de Oscar Acosta, una pasión que lo hizo tener una de las bibliotecas más impresionantes de Honduras y podría decirse de Centroamérica. El libro, para Acosta, no solo eran líneas que desarrollaban ideas bajo la forma de párrafos o versos. El libro para él, tenía un valor agregado, y era la forma material, el objeto en sí mismo.  Un día le pregunté que sentía al tener una primera edición en las manos – Cuando uno se enamora y toma por vez primera entre sus manos las manos de la que uno ama –Me respondió. Y esa experiencia se repetía constantemente cuando tenía entre sus manos primeras ediciones de Neruda, Vallejo, Huidobro, Mistral, Darío, Alfonso Reyes,  Lorca o ediciones antiguas del Quijote, de la Divina Comedia o de la Ilíada. Oscar Acosta no escatimaba en gastos para darse esos placeres, y podría pensarse que en todo esto hay de parte del bibliófilo una gran vanidad, pero Acosta era de los que no decía mucho sobre sus libros, claro que a sus amigos personales les comentaba sus hallazgos, la alegría que se comparte sabe mejor, o se multiplica, pero no era su intención la de mostrarle al vulgo su magnífica colección, y menos en un país donde ya de por si el libro es un objeto encaminado al olvido. Oscar Acosta tenía por costumbre comprar dos ejemplares de los libros que más le importaban –Hombre prevenido vale por dos  -Decía. Por eso mencionaba antes que él no escatimaba en pagar por sus libros y era porque conocía el valor de los mismos.  Así que en la soledad de su biblioteca, cuando él tenía al silencio como único amigo, se enternecía al tener otra vez entre sus manos, los libros con los que sentía ese mágico roce que solo se siente cuando estamos llenos de una emoción parecida al amor, pero ¿Por qué no amar a los libros si dicen que son los mejores amigos del hombre? No dudaría en decir que Oscar Acosta es el último bibliófilo sincero en el país. Quedamos algunos que también apreciamos los libros, que también guardamos con celo algunas raras o primeras ediciones, pero la vanidad es la que nos mueve a llenarnos de libros que  ni siquiera leemos, ya que hasta tenemos miedo de abrir  sus páginas para que estos no se maltraten, nos mueve la material vanidad de mostrarle a muchos ciegos lo poco que tenemos. Hay que aprender mucho del poeta y como él, embriagarnos de ese amor puro y sincero que se tiene cuando en la soledad tenemos entre nuestras manos la mano de la que amamos, o también, cómo no, los libros que tanto amamos.




                                                                                                                                     

Este artículo debía aparecer en el libro recientemente publicado y titulado "Oscar Acosta: Lucidez Creativa" pero mi responsable irresponsabilidad hizo que en vez de eso usted lo leyera aquí.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

EL MAYOR ASESINO DEL MUNDO


Carlitos miraba con un fervor casi religioso la televisión. Perdido frente a ese mundo absurdo e irreal, fue cuando su vida cambió para siempre. Miraba un programa, de esos que nos hacen ver que la vida debe ser algo frío y egoísta y escuchó a la voz del comentarista decir; “Nacemos, crecemos, morimos. Así fue, es y será. Y pelear en contra de eso, es oponerse a la dictadura de la naturaleza. Por eso los leones matan a sus presas para sobrevivir, en fin, muchos mueren, para que otros vivan. Los débiles mueren para que los fuertes vivan”.

    Carlitos nunca olvidó esas frías palabras, quedaron tatuadas en su pequeña alma. Salió de su casa y  al  jugar  en  el  patio  observó  a  muchas  hormigas  que entraban y salían de su cocina con algunas migajas de pan, y él lo miró como desde ese día miraría las cosas. Sintió que lo estaban asaltando, que le robaban el sustento diario y repitió como hipnotizado lo que había escuchado “Muchos mueren, para que otros vivan.”
    Entonces agarró un bote con gas, tiró el líquido sobre las hormigas y les prendió fuego. Se sintió tan bien, tan ayudante de la naturaleza, que pensó que era de los que nacieron para mantener el equilibrio global.

    Iba creciendo y tras de sí dejaba una gran sombra de muerte. Comenzó a matar todo tipo de animales; que mataba pájaros por agujerear los árboles, que perros por comer gatos, que gatos por comer ratones y así iba exterminando todo tipo de criatura que nada más seguía sus instintos.
    Para Carlitos asesinar se había vuelto algo muy normal, y no estaba tranquilo si no le ayudaba a la madre naturaleza a mantener el equilibrio. Ya se creía imprescindible para el mundo. Había matado más insectos que la cantidad de personas que habían muerto en los campos de concentración. En sus cuentas se contaban; 69 perros, 42 gatos, 87 ratones, 56 pájaros. Y al mirar su lista, pensaba que si no hubiera trabajado, el mundo sería un caos.


    Hace no muchos días, al salir de la escuela un carro lo arroyó y Carlitos murió al instante. Me dolió mucho ver como enterraban a mi pequeño hermano, pero a la vez me tranquiliza que haya muerto de tan solo 10 años, porque estoy seguro que de un momento a otro, en un día no muy lejano, se daría cuenta que yo también afectaba el equilibrio y entonces me habría asesinado.