He descansado.
Descansar es lo que él hombre hace la mitad de su vida. Hay que dormir ocho
horas al día para que tengamos un buen funcionamiento. Los niños doce o catorce
horas. Ya después de la adolescencia se rebajan las horas del sueño para
aplicarlas a las horas del trabajo. T-r-a-b-a-j-o. Palabra difícil.
Pronunciarla cansa. T-r-a-b-a-j-o. Necesito descansar, hay quienes creen que
hablar no cuesta. Que decir “árbol” no lleva trabajo. Están equivocados, esa
palabra debe regarse, si no nunca llegaría a ser escuchada. “Libro” palabra
difícil. Lleva una L de letras, una I de ideas, una B de bardo, una R de ritmo,
una O de ortografía. ¡Vaya cosas!, si combinamos entonces lo que conlleva esa
palabra llegamos a “Poema” y ahí la cosa se vuelve más compleja. Dije compleja,
otra palabra pesada. Debo descansar, hablar cansa. Las palabras son las piedras
que hunden a nuestro yo en el mar de los pensamientos. La palabra labra, eso
dijo el eco; me suena a David Aguilar, lo refiere en una de sus canciones. Pero
él lo dice de diferente manera, nunca me ha gustado eso del plagio. Él dice
así: “Nunca tu palabra labra, a mi sentimiento, miento” Y yo digo: “La palabra
labra, eso dice el eco” No hay que ser tan inteligente para saber la diferencia;
él dice que la palabra no labra y yo digo que sí. Pero leo bien y al final él
dice: “miento” Eso significa que para él la palabra sí labra, igual que para
mí. Ya decía yo, no hay nada nuevo. Ya decía.
Escucho pasos, se
escuchan con mucha fuerza. Parece que es mi padre quien se acerca, sólo sus
pasos sonarían tanto. Es él, viene cerca, este momento no debería existir. A lo
mejor me corre de nuevo. A lo mejor viene a abrir la puerta y a decirme que me
vaya. Me gustaría quedarme bajo esta sábana, no salir nunca, morir de sed y de
hambre en este mueble. Pero morir cómodo.
–Levantáte. Es tarde.
Estas no son horas de…
Siempre lo mismo. Día y
noche. Tirando palabras como arena a la playa. Insignificantes. ¿Qué fuerza
torcerá sus ilógicos decires? ¿Qué dios se apiadará para que sus insípidas
palabras no lleguen a mi oído que odia sus palabras? Si fuera agua, caería
sobre su techo como una tormenta implacable. Lo ahogaría. Es buen nadador, pero
llovería tanto sobre él, que el diluvio antiguo quedaría en el olvido.
–¿No me escuchás? Te
estoy diciendo que te levantés.
Me quito la sabana poco
a poco. Lo veo y su figura es la misma. Siempre imponente. Siempre con la
insolencia y la arrogancia en cada gesto.
–Me acosté tarde. Es
por eso que todavía dormía.
–Pues si pensás seguir
aquí, olvídate de levantarte a estas horas. Andá a bañarte. Hacé algo por vos.
Buscá trabajo, comprá tus cosas. Por lo menos ahora no tenés la excusa que leer
es más importante.
Lo detesté con la
fuerza de Gargantúa, con la determinación de Ulises, con el odio de Nietzsche,
con la frialdad de Cioran. Pero no podía dejar que lo delataran mis ojos. Tenía
que poner en práctica el arte de la hipocresía. El arte más detestable de la
humanidad. El arte de los débiles y traicioneros. Antes les decía a mis amigos
–La hipocresía es el último de los vicios humanos que éste debe dominar. La
hipocresía se alimenta de la mentira, la mentira oscurece el alma, y los que mienten
como medio para cualquier fin, con el tiempo regresan más y más a su naturaleza
animal. Si la humanidad entera se contagiara con ese vicio, vivir sería el
castigo más grande y la muerte sería la única salvación de la especie. Pero la
hipocresía se anidaba en mi cabeza de a poquitos, sin darme cuenta, como los
años que al final no sabemos cómo se acumularon en nuestro viejo y cansado
cuerpo.
–Hoy mismo buscaré un
trabajo.
–Eso es lo que quiero
escuchar. Esas son las palabras que siempre deberían salir de vos.
Dije T-r-a-b-a-j-o. Me
siento más y más cansado. Si vuelvo a repetir esa palabra caeré desmayado y sin
fuerza alguna.
-Sí padre. No se
preocupe.
Me miró con agrado. Tal
vez pensó que este era el comienzo para que me encaminara a una vida normal.
Porque para él eso de andar leyendo de un lado a otro, cargando libros de aquí
para allá y de allá para acá, es un cuadro que debería permanecer en los
manicomios. Las personas normales tienen que trabajar de vendedores, de
doctores, de abogados, de ingenieros, de cualquier otra cosa que los aleje de
los sucios y polvorientos libros. “La mucha lectura mata” Decía en voz alta.
Pero sabía que ya estaba muerto. Que las letras no podían hundirme más en mi
oscuro mar de lodo.
Ese día le hablé a un
amigo. Tenía un taxi. Y eso de ir de un lado a otro de la ciudad, platicando
con personas distintas, era algo que verdaderamente me llamaba la atención. Me
dio el trabajo. Pase a ser parte del rubro de los taxistas, del equipo de
trabajo más insultado por la sociedad, bueno, apartando a los policías, porque
una cosa es ser el rubro más insultado y otras el más insultado y odiado. Cosas
distintas, muy distintas. Pero no podía echarme para atrás a pesar de cualquier
situación en contra. La pesada palabra tenía que llegar a mí, así como la
muerte le llega a todos los vivos. Ahora tenía un trabajo. Ahora dejaba de ser un
parásito de la sociedad. ¡Qué paradoja!, porque esta sociedad es el parásito más
grande, y las letras o cualquier arte, es la forma más eficiente de no dejar
que nos absorba. Pero lo que yo pensaba no tenía peso en este círculo. En fin.
Ahora sí era parte del parásito que chupaba la vida del país. Por fin había
encontrado trabajo. ¡Oh!, esa palabra, repetí esa palabra de nuevo. Ya no tengo
fuerzas para seguir.
De Autobiografía de un Hombre sin Importancia