martes, 22 de enero de 2013

RELATO DE UNA ESPERA Y UN DESESPERADO


                                                                                               
                                        
                                                                                                                                                                         
                                     

                                                                                   Los hombres ¿No viven esperando y haciendo esperar?

                                                                                                                                                                                                                                                                                                 Mishima



Eran casi las siete, y no se miraba que la joven de sonrisa amplía se acercara por ninguna esquina. Gabriel la esperaba como el que ha tenido una noche eterna y espera el amanecer. Miraba a las personas como para distraerse, pero siempre relacionaba cualquier pequeño detalle para recordar de nuevo. –Esos zapatos son los mismos que andaba puestos cuando la miré por primera vez, y ese celular que suena, tiene el mismo sonido que tiene el suyo… ¿Por qué no existe una máquina que adelante el tiempo y nos evite la estúpida manía de esperar, sin hacer nada?. –Pensaba. Astutamente según él.

 Llegaron las siete y las esquinas siempre estaban llenas de rostros que no tenían ninguna importancia para él. Mantenía siempre un libro como para distraerse en su lectura, pero en esos momentos sus vista era como un trozo de madera flotando sobre un inmenso mar, sin más que ir y venir al son de las olas. Al darse cuenta que no ponía nada de atención, pensó: “Sería increíble tener un libro que tenga la historia de lo que esta haciendo la persona a quien se espera en tiempo real” y sonreía lentamente, como imaginándose que en ese momento leía que ella estaba caminando bajo un árbol de cedro, y que el farol que estaba próximo al árbol, iluminaba suavemente el lado derecho de su rostro. Cada persona que pasaba le dejaba el recuerdo, que alguien esperaba por ellos en algún lugar y se reprochaba al ver que se tardaban en comprar cualquier tontería “Les interesa más comprar un dulce o un cono, aun sabiendo que alguien los espera. ¡Idiotas! eso es lo que son, unos completos idiotas”. Pero lo que más le molestaba, era el hecho de saber, que era más idiota aquel, que aun sabiendo que lo que se espera nunca ha de llegar, sigue estático, como el árbol  frente al golpe del leñador. Pasaron treinta minutos y la pequeña caja de cigarrillos que tenía, estaba hecha pedazos bajo sus pies. Cada persona que pasaba frente a él se le hacia más detestable, y pensaba que si no fuera por culpa de ellos, que retrasaban por el camino a la joven, ya estaría ahí, diciéndole con una sonrisa amable que no fuera un desesperado, que los que se desesperan nunca consiguen nada. Pero ya no podía esperar más, una cosa, es ser un idiota por un rato, otra, serlo toda la vida. Y se levantó mirando a cada esquina y a todos los rostros que no le interesaba ver nunca más.

                                                                                                                           

Al doblar a la esquina de la calle, miró que María se acercaba con su sonrisa amplia, y con su mirada que lo iluminaba todo.
-¿Por qué has tardado tanto?
-Solo me retrasé diez minutos, ¿Por qué siempre sos tan desesperado?
-Hay muchos hombres que han muerto esperando algo, yo no quiero morir esperando nada.
-¿Ni a mí?
-¿Por qué preguntas cosas de las que ya sabes la respuesta? No seas tan insegura, a vos te esperaría más de lo normal, pero eso sí, si sé que estoy a punto de partir para siempre, no esperaría a nada ni a nadie.
-Gabriel, Gabriel… Sos un hombre tan terco y eso te hace tan interesante.
-Y vos sos una mujer tan tardada y eso te hace tan desesperante.
-¿De verdad, estás molesto porque tardé diez minutos?
-Para vos el tiempo es tan insignificante. Todas las mujeres hermosas creen que su belleza será eterna, y ni siquiera aprovechan el cortísimo tiempo que se les regala para disfrutar su juventud y todo por estar frente a un estúpido espejo que ni siquiera puede decirles nada sobre su belleza. Ustedes son incomprensibles.
-Mejor caminemos un poco, me parece que te hace falta caminar y hablar. Deja de reprocharme diez minutos, si querés te regalaré mil horas, pero no te quejes más.
-¿Escuchaste lo que acabas de decir? ¡Mil horas! Regalar mil horas como si las horas fueran nada, como si fueran monedas que reparte cualquier millonario a los pordioseros. Me asusta tu insensatez, me asusta tu confianza de larga vida. ¿Y si te morís hoy, y si hubieras muerto en el lapso de esos diez minutos que te tardaste?
-Vos estás mal, no pienso perder mí tiempo peleando con vos.
-¿Ahora si le das valor al tiempo? Sos tan ignorante que no sabes el valor de las discusiones en la vida. Si el humano no discutiera, no llegaría al conocimiento, no hubiera descubierto miles de verdades y secretos. Mil horas discutiendo, valen más que estar sentados frente a un millón de atardeceres sin decirnos nada. Guardar silencio es de las formas más grandes de perder el tiempo.
-¿Entonces discutiendo se gana el tiempo?
-No se gana, se aprovecha y eso es más que suficiente para seres que pueden morir a cualquier instante.
-Pero no seas tan trágico, olvida a la muerte, déjala en paz,
-¿Cuándo ha dejado la muerte en paz a la humanidad? ¿Y vos queres que la deje en paz? Por lo menos el día que me lleve, sabrá que estaba hablando mal de ella, y espero que por lo menos se sienta mal.
-Qué cosas las que decís… el hecho de vivir es para mi más importante que martirizarme pensando que la muerte vendrá y que mi tiempo terminará o que yo terminaré para mi tiempo.
-¿Vos qué sabes de la vida? Vos te conformas con desojar margaritas, sos feliz dialogando con estúpidas flores que lo único que saben decir es “si” y “no”. Vos sos feliz mirando amaneceres y atardeceres, pero ¿Vos crees que al sol le importa si lo miras ir y venir? Ha de pensar que sos la persona más ociosa del mundo.
-Si esta es tu manera de aprovechar el tiempo, aprovéchalo solo.
-El tiempo se aprovecha mejor discutiendo, no te vayas, solo así aprenderás lo importante que es aprovechar la vida. Mira que en esa esquina, puede estarnos esperando la muerte y si nos escucha hablando sobre la importancia del tiempo a lo mejor no nos lleva por ser consientes de cada minuto que vivimos. 
-Si la muerte está en esa esquina, cortaré una margarita y dejaré que sea mi destino “me lleva” “no me lleva” “me lleva” “no me lleva” y mientras ella se ríe al verme repetir esas frases, comenzaré a correr y aprovecharé para escapar.
-Jajá jajá
-Bien que te reís verdad, por lo menos te saqué una sonrisa, solo por eso acompáñame a ver el atardecer.
-Vamos, pero llevá una margarita, que si la muerte llega, ya sabemos cómo escapar de ella.





domingo, 20 de enero de 2013

¿Por qué te moriste?









Yo necesito compañeros, pero compañeros vivos;
no muertos que tenga que llevar acuestas por donde vaya.

F. Nietzsche

-¡Ayyy! que dolor, que dolor, que dolor…! ¡Ayyy!…! ¿Por qué él y no otro? ¿Por qué? ¡Ayyy...!

Ese día no fue el quiquiriquero llanto del gallo el que despertó a los vecinos, fue el llanto de doña Hermes el que se desprendía de su desconsolada garganta, anunciando con el sol las malas nuevas de esa pesada  mañana.

-¡Esto es una desgracia señor de los cielos! ¡Pueda que no sea tan buena, pero mala no soy. Nunca he matado a nadie! ¿Cómo puedes permitir santísimo, que desgracia como esta le pase a personas como yo? Ayyy…

Las quejas iban de menor a mayor, en un orden estricto, que el dolor formaba en filas para que fueran saliendo unas tras otras.

-¿Entonces, no cree que se puede acomodar el cuerpo en un cajón normal?
-No Señora. Sé que este no es momento para que usted sea razonable, pero mire el cuerpo, es demasiado gordo para que quepa ahí. Y luego se hincha más y más, como sapo listo para reventar.
- ¿Cuánto cuestan dos tablas más para ensanchar el cajón?
-Le saldrán  por cuatrocientos lempiras más.
-Ayyy… ¿Por qué te moriste? ¿Por qué te moriste? ¿Por qué te moriste?
-Y piense en el terreno también seño, hay que pagar por un metro más de tierra.
-¿Y eso cuanto es?
-Unos ochocientos lempiras.

El grito se desprendió de nuevo, violento, de la garganta que soltaba gritos como pájaros muertos.

La familia de doña Hermes era extremadamente pobre, siempre sobrevivían con lo que las buenas almas les regalaban, y valga que las buenas almas son tan pocas en estos días. Desde que su esposo murió, las cosas fueron difíciles, pues las deudas que éste había dejado, acabaron haciendo miserable a su esposa y sus cuatro hijos. Pero uno de los hijos, el más astuto, comprendió que si uno estira la mano en algún momento, alguien pondrá sobre ella algo de lo que le sobra. Entonces, desde ese día, se dedicó a pedir en la puerta de la iglesia, o en alguna esquina de las calles principales de la ciudad, con su rostro enjuto y fingiendo una cara inocente, que solo una maldad temprana puede confeccionar.

No se sabía porque el niño caía tan bien a primera vista, y los transeúntes en no pocas veces, dieron más de lo que se le debe dar usualmente al alguien que pide por las calles. Tal vez lo hacían al recordar a sus pequeños hijos, cubiertos en el calor del hogar, con la comida lista y caliente a las horas del día que se les antojara. Pero este pobre niño, aguantando frío y hambre, solo en este mundo donde las tragedias son el único sustento de los débiles y los desamparados, no se podía hacer menos que ayudarlo como se debía. Pero el niño nunca padecía de hambre, siempre que algo caía a sus manos era para comérselo, sí, y entonces rápidamente aprendió a fingir que el hambre era lo que le que le tenía mal, cuando era el haber comido como un cerdo de crianza. Cuando llegaba a casa, siempre encontraba algo, y era una tristeza helada, que acobijaba a cada uno de sus parientes, y un olor a comida, que se deprendía de la imaginación de los que le rodeaban. Pero se preguntaba por qué ellos no salían a trabajar como él lo hacía, por qué se quedaban ahí aguantando hambre cuando en el mundo, lugar anchísimo como el horizonte, había comida para que les diesen a todos. Pero no hablaba con ellos sobre sus ideas, llegaba tan lleno, que se dormía profundamente a fuerza de la digestión por devorar tantas cosas.

El niño crecía, y también crecía en tamaño y en mañas. Pero ya después, pasados los años, la gente le daba porque ¿Cómo hace alguien tan gordo para poder mover esos grasientos brazos y echarlos a andar en un arado?  ¿Cómo puede una masa tan grande caminar unos metros sin sentir que el corazón esta a punto de estallarle en cualquier instante? Y el gordo, como así le llamaban,  se metía siempre de todo. Parecía un cerdo gigante que por suerte no podía caminar para no quebrar las calles, infinita columna del mundo y mandaba a comprar a niños que se le acercaban, ya que sabían que éste, en favor de ir a comprarle algo para engullir, les daría algunas monedas que le sobraran. Pero llega el día en que todo gran imperio cae. En que la gravedad es tan rígida con los que pesan más y entonces, ésta les aplasta con tanta fuerza que les mete bajo tierra.

Los gritos quebraban las paredes del silencio. Eran pesados, gruesos, parecían que aplastarían los oídos de los que estaban cerca.

-Mejor te hubieras muerto vos María, o vos Juancito o Mario. ¡Pero este maldito gordo de mierda no se hubiera muerto! Ayyy… -Se seguía lamentando tristemente la madre.

-Mejor nos hubiéramos muerto todos ¡Por la gran puta! Así como estamos de flacos de no comer, todos cabríamos en un cajón normal, ¡Pero este muerto señor!… ¡Este muerto!… Solo tú sabes cuanto me pesa.

Y los gritos también cayeron bajo el peso del dolor.