Yo necesito compañeros, pero compañeros vivos;
no muertos que tenga que llevar acuestas por donde vaya.
F. Nietzsche
-¡Ayyy! que dolor, que dolor, que dolor…! ¡Ayyy!…! ¿Por qué él y no otro? ¿Por qué? ¡Ayyy...!
Ese día no fue el quiquiriquero llanto del gallo el que despertó a los vecinos, fue el llanto de doña Hermes el que se desprendía de su desconsolada garganta, anunciando con el sol las malas nuevas de esa pesada mañana.
-¡Esto es una desgracia señor de los cielos! ¡Pueda que no sea tan buena, pero mala no soy. Nunca he matado a nadie! ¿Cómo puedes permitir santísimo, que desgracia como esta le pase a personas como yo? Ayyy…
Las quejas iban de menor a mayor, en un orden estricto, que el dolor formaba en filas para que fueran saliendo unas tras otras.
-¿Entonces, no cree que se puede acomodar el cuerpo en un cajón normal?
-No Señora. Sé que este no es momento para que usted sea razonable, pero mire el cuerpo, es demasiado gordo para que quepa ahí. Y luego se hincha más y más, como sapo listo para reventar.
- ¿Cuánto cuestan dos tablas más para ensanchar el cajón?
-Le saldrán por cuatrocientos lempiras más.
-Ayyy… ¿Por qué te moriste? ¿Por qué te moriste? ¿Por qué te moriste?
-Y piense en el terreno también seño, hay que pagar por un metro más de tierra.
-¿Y eso cuanto es?
-Unos ochocientos lempiras.
El grito se desprendió de nuevo, violento, de la garganta que soltaba gritos como pájaros muertos.
La familia de doña Hermes era extremadamente pobre, siempre sobrevivían con lo que las buenas almas les regalaban, y valga que las buenas almas son tan pocas en estos días. Desde que su esposo murió, las cosas fueron difíciles, pues las deudas que éste había dejado, acabaron haciendo miserable a su esposa y sus cuatro hijos. Pero uno de los hijos, el más astuto, comprendió que si uno estira la mano en algún momento, alguien pondrá sobre ella algo de lo que le sobra. Entonces, desde ese día, se dedicó a pedir en la puerta de la iglesia, o en alguna esquina de las calles principales de la ciudad, con su rostro enjuto y fingiendo una cara inocente, que solo una maldad temprana puede confeccionar.
No se sabía porque el niño caía tan bien a primera vista, y los transeúntes en no pocas veces, dieron más de lo que se le debe dar usualmente al alguien que pide por las calles. Tal vez lo hacían al recordar a sus pequeños hijos, cubiertos en el calor del hogar, con la comida lista y caliente a las horas del día que se les antojara. Pero este pobre niño, aguantando frío y hambre, solo en este mundo donde las tragedias son el único sustento de los débiles y los desamparados, no se podía hacer menos que ayudarlo como se debía. Pero el niño nunca padecía de hambre, siempre que algo caía a sus manos era para comérselo, sí, y entonces rápidamente aprendió a fingir que el hambre era lo que le que le tenía mal, cuando era el haber comido como un cerdo de crianza. Cuando llegaba a casa, siempre encontraba algo, y era una tristeza helada, que acobijaba a cada uno de sus parientes, y un olor a comida, que se deprendía de la imaginación de los que le rodeaban. Pero se preguntaba por qué ellos no salían a trabajar como él lo hacía, por qué se quedaban ahí aguantando hambre cuando en el mundo, lugar anchísimo como el horizonte, había comida para que les diesen a todos. Pero no hablaba con ellos sobre sus ideas, llegaba tan lleno, que se dormía profundamente a fuerza de la digestión por devorar tantas cosas.
El niño crecía, y también crecía en tamaño y en mañas. Pero ya después, pasados los años, la gente le daba porque ¿Cómo hace alguien tan gordo para poder mover esos grasientos brazos y echarlos a andar en un arado? ¿Cómo puede una masa tan grande caminar unos metros sin sentir que el corazón esta a punto de estallarle en cualquier instante? Y el gordo, como así le llamaban, se metía siempre de todo. Parecía un cerdo gigante que por suerte no podía caminar para no quebrar las calles, infinita columna del mundo y mandaba a comprar a niños que se le acercaban, ya que sabían que éste, en favor de ir a comprarle algo para engullir, les daría algunas monedas que le sobraran. Pero llega el día en que todo gran imperio cae. En que la gravedad es tan rígida con los que pesan más y entonces, ésta les aplasta con tanta fuerza que les mete bajo tierra.
Los gritos quebraban las paredes del silencio. Eran pesados, gruesos, parecían que aplastarían los oídos de los que estaban cerca.
-Mejor te hubieras muerto vos María, o vos Juancito o Mario. ¡Pero este maldito gordo de mierda no se hubiera muerto! Ayyy… -Se seguía lamentando tristemente la madre.
-Mejor nos hubiéramos muerto todos ¡Por la gran puta! Así como estamos de flacos de no comer, todos cabríamos en un cajón normal, ¡Pero este muerto señor!… ¡Este muerto!… Solo tú sabes cuanto me pesa.
Y los gritos también cayeron bajo el peso del dolor.
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