Ludwing Varela
Sí, bien sabemos
que Oscar Acosta fue un hombre que se dedicó de lleno a la literatura; poeta,
cuentista y ensayista. Que ganó varios premios nacionales e internacionales y que fue jurado
de muchos otros de gran importancia. También sabemos que fue fundador de una de
las editoriales más importantes de los sesentas y que junto a Pompeyo del Valle
y Roberto Sosa recopiló algunas valiosas antologías de poesía y una de cuentos,
que marcaron una línea entre un modernismo y pos modernismo a una tardía
vanguardia. Fue también un recopilador de obras completas de grandes autores hondureños
que hoy estarían en el olvido si no fuera por su buen ojo y sus gigantescas ganas
de pelear contra el olvido. Que fue diplomático, director de la academia de la
lengua etc. Todo eso se conoce de él y se ha dicho en varias conferencias,
homenajes, y en pequeños artículos redundantes como los que podrán encontrar en
este libro. Pero había una pasión más en la vida de Oscar Acosta, una pasión
que lo hizo tener una de las bibliotecas más impresionantes de Honduras y
podría decirse de Centroamérica. El libro, para Acosta, no solo eran líneas que
desarrollaban ideas bajo la forma de párrafos o versos. El libro para él, tenía
un valor agregado, y era la forma material, el objeto en sí mismo. Un día le pregunté que sentía al tener una
primera edición en las manos – Cuando uno se enamora y toma por vez primera
entre sus manos las manos de la que uno ama –Me respondió. Y esa experiencia se
repetía constantemente cuando tenía entre sus manos primeras ediciones de
Neruda, Vallejo, Huidobro, Mistral, Darío, Alfonso Reyes, Lorca o ediciones antiguas del Quijote, de la
Divina Comedia o de la Ilíada. Oscar Acosta no escatimaba en gastos para darse
esos placeres, y podría pensarse que en todo esto hay de parte del bibliófilo
una gran vanidad, pero Acosta era de los que no decía mucho sobre sus libros,
claro que a sus amigos personales les comentaba sus hallazgos, la alegría que
se comparte sabe mejor, o se multiplica, pero no era su intención la de
mostrarle al vulgo su magnífica colección, y menos en un país donde ya de por
si el libro es un objeto encaminado al olvido. Oscar Acosta tenía por costumbre
comprar dos ejemplares de los libros que más le importaban –Hombre prevenido
vale por dos -Decía. Por eso mencionaba
antes que él no escatimaba en pagar por sus libros y era porque conocía el
valor de los mismos. Así que en la soledad
de su biblioteca, cuando él tenía al silencio como único amigo, se enternecía
al tener otra vez entre sus manos, los libros con los que sentía ese mágico
roce que solo se siente cuando estamos llenos de una emoción parecida al amor,
pero ¿Por qué no amar a los libros si dicen que son los mejores amigos del
hombre? No dudaría en decir que Oscar Acosta es el último bibliófilo sincero en
el país. Quedamos algunos que también apreciamos los libros, que también
guardamos con celo algunas raras o primeras ediciones, pero la vanidad es la
que nos mueve a llenarnos de libros que
ni siquiera leemos, ya que hasta tenemos miedo de abrir sus páginas para que estos no se maltraten, nos
mueve la material vanidad de mostrarle a muchos ciegos lo poco que tenemos. Hay
que aprender mucho del poeta y como él, embriagarnos de ese amor puro y sincero
que se tiene cuando en la soledad tenemos entre nuestras manos la mano de la
que amamos, o también, cómo no, los libros que tanto amamos.
Este artículo debía aparecer en el libro recientemente publicado y titulado "Oscar Acosta: Lucidez Creativa" pero mi responsable irresponsabilidad hizo que en vez de eso usted lo leyera aquí.