La máscara más usada por la humanidad es la de la alegría.
Solo aquellos que dejan esa máscara de lado,
pueden sonreír verdaderamente
de su decadencia.
Era difícil comprenderlo, pero Dominico Ivanovich padecía de un mal absurdamente extraño; no se reía ni se alegraba con nada. Desde pequeño, lo cuentan sus padres, los mejores payasos del mejor circo francés, no entendían el porque de aquel padecimiento tan inusual. Nadie sabía que hacer y Dominico se paseaba de un lado a otro con su rostro enjuto, como apartando a las personas de su camino, como para no tropezarse con la alegría. A veces, Dominico prefería andar con la mirada hacía el suelo, pero luego de algunas caídas y algunos golpes, resolvió que esa no era la mejor manera de andar por la calle. -¡Pobre Dominico! -Decía la madre y trataba de alegrarlo con un acto maravilloso. -¡Pobre Ivanovich! -Decía el padre- Y se pintaba su sonrisa, para tratar que la otra sonrisa naciera y no lo lograba. Luego, el padre tuvo la idea de comprar todas las películas de Chaplin y también la serie completa de los tres chiflados, pero ni el uno ni los otros le sacaron una sonrisa. Era decepcionante para ambos el hacer reír a las multitudes, y tener un hijo al cual no le sacaran la una pequeña sonrisa. Cuando los padres de Ivanovich dejaron el circo a causa de la gran decepción, las cosas comenzaron a tomar otro rumbo. Comenzaron las discusiones en casa y un día que el padre comía demasiado rápido, la mamá del pequeño se enojo sobremanera y tiró su plato al suelo con tanta furia, que los añicos hirieron al pequeño. Esta fue la primera vez que Ivanovich sonrió. Pero nadie notó su pequeña sonrisa, su delgada sonrisa de niño triste. Pasaban los días y las constantes peleas, eran como la música del hogar. Otro día, la madre de Ivanovich dejó su cenicero en el sofá, el padre al sentarse sin percatarse en este se quemó y le tiró tan fuerte el cenicero a su esposa, que el golpe la dejo inconciente unos minutos. Ivanovich entró a su cuarto a reír por lo sucedido. ¡Vaya caso! Ya sabía el joven, que lo único que le causaba un poco de risa, era lo que no se la causaba a los demás. Pasaron los años y así como él crecía, los problemas entre sus padres también y obviamente la alegría y las risas del joven Ivanovich iban creciendo. Un día, que la lluvia caía como decepcionada, y que los pájaros cantaban cancioncillas desplumadas, Dominico Ivanovich, al entrar a casa, miró los cuerpos de sus padres tirados en la cocina. La madre tenía abierto el pecho a puñaladas, y el padre un disparo directo al corazón. El cuchillo estaba cerca de la mano izquierda del hombre y el revolver, cerca de la mano derecha de la mujer. Al verlos, Ivanovich comenzó a reír a carcajadas, reía y reía, y reía y reía y de a ratos caminaba para poder calmar su risa, pero no podía detenerla. Probó con beber agua y las carcajadas iban creciendo en ritmo y volumen. Después de calmar sus carcajadas y solo reír en voz baja, los vecinos lo encontraron ahí, riéndose de la tragedia como un loco.Llamaron a la policía pensando que Ivanovich, el pequeño que nunca reía, era el seguro asesino de sus padres. Hasta ese día Ivanovich comprendió que lo que padecía no era un problema, si no más bien, una virtud. Su risa, nacía de ver como dos humanos que fingían siempre sonrisas hipócritas eran unas verdaderas bestias mientras los demás sonreían, al ver la función hipócrita de los payasos. Ivanovich reía de lo verdadero y los otros de lo superfluo. Después que los policías se lo llevaron a la cárcel, el joven Dominico Ivanovich nunca declaró a su favor, le dieron cadena perpetua y fue feliz.
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