domingo, 10 de febrero de 2013

LA MAQUINA DE MATAR




   Cuando el capitán les hablaba a sus hombres, siempre daba a entender sus órdenes de la manera más fácil y adecuada, para que éstos, no tuvieran la menor duda sobre lo que se les pedía. A veces tenía que repetírselos dos o tres veces hasta que entendieran, pero si no entendían por palabras, entendían con los golpes que el salvaje les repartía como premio a su estupidez.

   -Maten a esos hijos de puta, a todos los que puedan. Sean valientes y encárguense que ésta sea la última vez que esos amantes de la calle se queden en ella para siempre. Ellos lo agradecerán, porque mirarán en su acción el momento de su gloría. Ellos esperan esas balas para ser mártires de la patria, para poder ser recordados eternamente. Y a los que griten misericordia, a esos hijos de puta dispárenles por cobardes, esos solo andan en las calles para aprovecharse de los tipos esos que morirán por esa su causa, a ellos dispárenles tantas veces, hasta que ya no se muevan ¿Entendido?
   -Si capitán

   Todos estaban listos, y no sentían el temor que minutos antes del discurso de su capitán les comía los huesos y les paralizaba la mano, ante el hecho de pensar en un acto tan violento como el de quitarle la vida a otro humano. Todos estaban programados como unas maquinas de carnicería, lista para demoler la carne que tuvieran frente a ellos. Salieron a la calle y comenzaron su trabajo. Pero por el otro lado, las personas que salían a la calle a protestar, sabían muy bien que al mirar al primer hombre uniformado como militar o policía, debían salir corriendo y escapar para salvar sus vidas. No tenían que esperar que les dijeran las cosas dos o tres veces. Ellos no eran imbéciles.

   Cuando por una esquina del aeropuerto miraron a los uniformados, todos corrieron presurosamente. Los mártires que según el capitán esperarían a sus verdugos para alcanzar la gloria, eran los primeros que habían acelerado el paso. Los supuestos mártires eran humanos y ellos sabían que servían más vivos que muertos. Los soldados, creían que su capitán les había tomado el pelo, al decirles que habría hombres dispuestos a morir; miraban nada más un remolino de hombres y mujeres de todas las edades que parecían espantados al verles. Ellos, que nada más eran hombres que cumplían órdenes. Ellos, que no eran ningunos monstruos de mierda como les gritaban algunos. Ellos, que eran la ley y el orden y como tal tenían que hacerla cumplir, ya sea por las buenas o por las malas o por las peores.

   Comenzaron los disparos, la gente que era alcanzada por las balas caía, ya sea por las aceras, por las calles, o su cuerpo rígido quedaba debajo de algún carro. Pero entre toda esa masa de soldados se encontraba uno que no quería obedecer la orden. Desde pequeño, su madre le regañaba o le jalaba las orejas, si con sus otros amigos maltrataban a cualquier animal. Un día llegó contento donde su madre, le llevaba una gallina recién muerta para poder comer. Tenían mucha hambre. La madre, que con mucha necesidad del alimento se hubiera acercado a su pequeño hijo y le hubiese dado una caricia por agradecimiento, le agarró de las orejas, lo desnudó y con un lazo mojado comenzó a golpearlo tantas veces, que el pequeño se juró nunca matar a ningún pobre animalito, aunque se estuviera muriendo del hambre. Así que si Juan se miraba casi imposibilitado de quitarle la vida a un animal, mucho menos se la quitaría a un humano.

    Pero no podía dejar que sus compañeros miraran en él algún signo de cobardía, entonces fijó su mirada en uno de los tantos jóvenes y echó a correr tras él. El joven que sabía lo que le esperaba si el soldado le alcanzaba, comenzó a correr presurosamente. Parecía que competía en una de esas maratones que hacen por la vida, solo que esta era mucho más importante, ésta era por su vida. Corrió tan aprisa, que llegó a las brisas en menos de tres minutos, Juan, que estaba acostumbrado al ejercicio diario, no dejaba que el joven le tomara mucha ventaja y siempre le tenía en la mira. Diez minutos después ya iban por La San Ángel. Otros diez minutos después, pasaban por Prados Universitarios y aquella carrera que parecía que nunca acabaría, era digna de televisarse, por la fuerza y la tenacidad que demostraban los dos competidores. Mientras Juan se acercaba al joven, pensaba en gritarle que no se preocupara, que dejara descansar su paso, porque no tenía ninguna intención de dispararle. Quería decirle que solamente esperaba alejarse del grupo para que sus compañeros lo miraran tratando de alcanzar a uno de los tantos manifestantes, y ya que no había nadie cerca, intentaba gritarle que no tenía nada que temer, pero por la velocidad y la distancia que llevaban, la poca saliva le impedía poder pronunciar palabra alguna. Ya iban por La 21 de octubre, cuando miró que el joven tambaleaba, pero aun así la voluntad de salvar su vida permanecía intacta. Juan trató de juntar todas sus fuerzas para acercarse lo suficiente, como para poder susurrarle al joven que no temiera, pero el otro, al sentir que los pasos de la botas sonaban más cerca, se alejaba como un loco del infierno que sentía a sus espaldas. Ya estaban llegando al desvío de Santa lucia, a 33Km del punto de partida,  cuando de repente el joven cayó al suelo. Juan se acercó casi arrastrando sus botas, la monstruosidad de sus pasos. Siguió caminando hacia el joven, sus botas no sonaban tan violentamente, porque de tanto correr y correr las plantías de éstas, más parecían una goma de mascar. Al estar a la par del chico, se acercó y le dijo con la voz más cansada y suave del mundo:
   -No corras… No te voy a hacer nada… No soy capaz de hacerle nada a nadie.

Pero el joven no respondió. Juan se acercó para mirarlo bien, y de pronto, consternado, comenzó a arrancarse los pocos pelos que tenía en su cabeza. El joven estaba muerto. Juan lo había matado de cansancio.

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