fotografía de Juan Rulfo
Me contaron que los
hombres y mujeres que llegaban a Soledad eran innumerables. Era casi imposible
describir el tráfico, el ruido, el calor, el olor a sudor acumulándose en todo
el ambiente. Todos llegaban con el propósito de sacrificarse ante la gran
estatua que permanecía en el centro de la ciudad. Todos llegaban, levantaban
sus puñales y se sacaban el corazón en ofrecimiento. Se desangraban, se
retorcían y el músculo palpitaba con más violencia mientras los cuerpos
comenzaban a descomponerse. Un peregrino de los innumerables que llegaban a la
ciudad, al estar parado frente a la estatua y listo para abrirse el pecho y
hacer su sacrificio, resolvió en ese mismo instante, que al final no valdría la
pena entregar el corazón a un monumento que no se inmutaba con tanto dolor a su
alrededor. Guardó su puñal, se dio la vuelta para regresar a su camino y al
estar parado en la salida de la ciudad, miró de nuevo hacia atrás. La estatua
caía como empujada por un viento huracanado y al hacerse pedazos, los cuerpos podridos
que se retorcían comenzaron a erguirse, y hombre y mujeres se estrechaban entre
sus pechos y tomaban una parte de los pedazos que pertenecían a la gigantesca
estatua, y se lo ponían al otro en ese mismo espacio en donde antes tenían el
corazón. Entonces sintió vergüenza por haber intentado hacer un poco más grande
la gigantesca estatua que muchos habían construido a costa de su propio dolor.
Pero sonrió, porque sabía que entre más y más se abrazara esa masa que estaba
en el centro de la ciudad, la ciudad misma desaparecería para siempre, entre el
polvo de la alegre danza que ahora les embriagaba el corazón a los que
caminaban de nuevo.