martes, 22 de octubre de 2013

Un lugar llamado Soledad

fotografía de Juan Rulfo


Me contaron que los hombres y mujeres que llegaban a Soledad eran innumerables. Era casi imposible describir el tráfico, el ruido, el calor, el olor a sudor acumulándose en todo el ambiente. Todos llegaban con el propósito de sacrificarse ante la gran estatua que permanecía en el centro de la ciudad. Todos llegaban, levantaban sus puñales y se sacaban el corazón en ofrecimiento. Se desangraban, se retorcían y el músculo palpitaba con más violencia mientras los cuerpos comenzaban a descomponerse. Un peregrino de los innumerables que llegaban a la ciudad, al estar parado frente a la estatua y listo para abrirse el pecho y hacer su sacrificio, resolvió en ese mismo instante, que al final no valdría la pena entregar el corazón a un monumento que no se inmutaba con tanto dolor a su alrededor. Guardó su puñal, se dio la vuelta para regresar a su camino y al estar parado en la salida de la ciudad, miró de nuevo hacia atrás. La estatua caía como empujada por un viento huracanado y al hacerse pedazos, los cuerpos podridos que se retorcían comenzaron a erguirse, y hombre y mujeres se estrechaban entre sus pechos y tomaban una parte de los pedazos que pertenecían a la gigantesca estatua, y se lo ponían al otro en ese mismo espacio en donde antes tenían el corazón. Entonces sintió vergüenza por haber intentado hacer un poco más grande la gigantesca estatua que muchos habían construido a costa de su propio dolor. Pero sonrió, porque sabía que entre más y más se abrazara esa masa que estaba en el centro de la ciudad, la ciudad misma desaparecería para siempre, entre el polvo de la alegre danza que ahora les embriagaba el corazón a los que caminaban de nuevo.

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