viernes, 15 de mayo de 2009

Sátiro



Cuando a Bernardo Saguen le llamaron “sátiro”, sintió que su vida cambiaría para siempre. En estas líneas anteriores se balancea sobre una delgadísima cuerda la novela de V. Huidobro llamada “Sátiro” (o el poder de las palabras). Bernardo, según relata la novela, era un tipo ejemplar; Un hombre bueno, de buen carácter, de buen gusto artístico, con tendencias a ser un gran poeta, con una inteligencia que le hacia acreditarse el aplauso de los demás. Desde que el peso de una palabra le cruzo sus delicados tímpanos, Bernardo sufrió horrorosamente. ¿Era en verdad Saguen el tipo que era digno de todo favor y toda alabanza? Es interesante que nos sorprendamos al darnos cuenta de que los crímenes más atroces son obras de manos cultas y refinadas. Saguen nunca fue un buen hombre, nunca pudo dejar su soledad, soledad que alimentaba a la bestia que crecía dentro de él, tal vez un pequeño sátiro dionisiaco amante del vino y de las ninfas, las pequeñas ninfas. Pero si que era un tipo culto, amaba a Rimbaud y sus temporadas infernales, le excitaba leer “La muerte de Hempédocles” de Hoelderlin, y Marlow, Kleist y Von Arnim siempre estaban de su manos y Emily Bronté le golpeaba con sus líneas, que a la vez que odiaba, amaba en secreto. Un hombre de treinta y cinco años según nuestra sociedad, debe estar casado con una hermosa y encantadora mujer y tal vez estar rodeado de dos pequeñuelos que tengan los mismos ojos con los cuales se les mira. Pero Bernardo no tenia ni esposa ni tenia hijos. Bernardo tenia una soledad tan grande que era su esposa y sus hijos, ¿y que le importaba? Sus libros eran sus hijos, sus cuadros eran sus hijos, y amaba las “naturalezas muertas” de Picasso, las amaba tanto…
¿Pero porque caer ante el peso de una palabra? ¿Por qué doblegar nuestro espíritu y creer como en los cuentos árabes, que las palabras pueden abrir puertas gigantes? Pueda que sea cierto, a lo mejor es cierto. Las palabras tienen un poder tal, que no en vano se le llama “espada” al instrumento que les da su vida propia, y digo propia, porque cuando las palabras son lanzadas, nada hay que las detenga, cualquier intento por detener su poder sería en vano. Mas de alguna vez hemos caído bajo el peso de alguna palabra. ¿Cuántas veces nos hemos dicho “si me siguen diciendo que soy malo, me haré malo, porque de verdad estoy seguro de que no soy malo”? Y así vamos entrando al juego de las palabras. Decía en un poema de Borges que no recuerdo muy bien, que las palabras guardan las cosas que se mencionan, “Éufrates” lleva dentro de si, corrientes peligrosas “mármol” diría Borges, es una palabra durísima. Y si en realidad las palabras guardaran lo que ellas refieren, entonces estamos condenados al destino de estar bajo la sombra de mil adjetivos y sustantivos. Pero regresemos a Bernardo, al pobre Bernardo que siente que la palabra “Sátiro” le esta volviendo loco. Escucha que las sombras se la gritan con vos de gigante, la mira escrita en las paredes, en las hojas de los árboles, dentro de un vaso de agua, y siente que la palabra le persigue atrozmente y que de nada le sirven sus libros ni sus pinturas para distraerse. Ahora Saguen es un “sátiro”, es alguien tan despreciable que ya no es digno del aplauso de nadie. Es un tipo enfermo, apartado de todo y de todos. Ya nada le hace bien, abandono a sus amigos, a sus amantes y cree que la única manera de curarse del mal que la palabra le produce es en la soledad de su habitación. Lastimosamente Bernardo no sabía un pequeño secreto, él siempre fue un “sátiro”, un “sátiro” que ocultaba su personalidad bajo maneras y modales cultos, porque el “sátiro” era esa bestia que crecía dentro de él (No literalmente con mitad de carnero). La primera vez que le dijeron “sátiro”, fue cuando le estaba regalando unos chocolates a una pequeña niña y de pronto la voz de serpiente de una señora que estaba cerca le grito “Sátiro”. Bernardo la insultaba en su mente, cada vez que la recordaba. Porque el se sentía bueno, un amante de la naturaleza; de los hombres, de los animales, de las plantas, de los minerales, de las ninfas... pero al final, la apariencia nunca es sincera, porque si Saguen no hubiese sido un “sátiro” no hubiera reaccionado como un eco a esa palabra. El pobre Bernardo… Bueno, mejor no les cuento, para que lean la novela, pero ¿Quién podría decir que no hay algo de sátiro dentro de cada uno?

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