No hay olor más
insoportable que el del miedo
Cuando el pequeño Santiago estaba a punto
de tomar el café de todas las mañanas, recordó que debía entregar a su amigo
aquel libro que trataba de un sentenciado a muerte, en el cual todos a su alrededor sabían que moriría, menos él. Y que el
personaje se llamara como él, le parecía una coincidencia demoniaca, una broma
de mala muerte.
Con café en mano, tomó el libro y leyó: “el
día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha
cuando lo vio vestido de blanco” Santiago se paró frente al espejo y al
verse vestido de blanco tal y como acababa de leer al personaje, pensó que era
necesario cambiar de colores y de ideología para poder salvarse la vida.
Santiago era un joven de 21 años con una
conciencia social tan profunda que se había vuelto un líder para las personas
que le rodeaban, y si él decía que el rojo y el negro eran los colores con que
el cielo estaba pintado, sus seguidores no lo ponían en duda. Pero cuando las
cosas en su país se pusieron duras y se les estaba dando seguimiento a todos
los líderes de izquierda para darles una muerte anunciada, Santiago se llenó de
temor y votó por la ventana todos los ideales que le habían hecho ser uno de
los jóvenes más ilustres de su tierra.
-¿Mamá, hoy no han hablado?
-Tranquilo
Santiago, déjate de miedos y haceme caso, porque más sabe el diablo por viejo
que por diablo. En aquellos días, cuando agarraban a personas para
desaparecerlas, solo era a señores importantes, hombres y mujeres que si no
estaban bajo la tierra, hubieran florecido inmensos y fuertes para sacar de sus
ceguéz a este pueblo de brutos. Pero voz mijo, déjate de cosas, salí a la
calle, divertirte.
Santiago sabía muy bien que no era en vano
que hace dos semanas llamaran a su casa para amenazarle o como decía su madre
“para darle un susto”. La última vez que le hablaron le dijeron cosas de suma
importancia; La dirección de su casa, a qué horas salía y entraba, los lugares
que frecuentaba, las bebidas que tomaba, y así iba aquella lista llena de cosas
tan insignificantes, que hasta el mismo Santiago no recordaba tan
detalladamente.
Se miró de pronto al espejo y le daba asco
verse vestido de blanco, sabía que la traición era más espantosa que la muerte
y que la apariencia de su traje, era un signo de hipocresía descomunal. Pero el
miedo le podía más y se repetía con
amargura.- Tirar todo a la mierda, todo, por tenerle miedo a la muerte,
si la muerte es más amable con los valientes. Pero ahora que putas voy a hablar
de valentía, no quiero morir, no quiero morir…-. Y así se repetía hasta el
cansancio, hasta que fue interrumpido por su madre cuando ésta le mandó a
comprar leche. Pero antes de hacer caso al mandato de su madre, quiso leer un
poco más y prosiguió con la lectura “Cuando Santiago Nasar salió de su casa,
varias personas corrían hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque.
El único lugar abierto en la plaza, era una tienda de leche a un costado de la
iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para
matarlo.”
El libro se le cayó de sus temblorosas
manos y al levantarlo le dijo a su madre que se sentía mal y que no quería
salir, que por favor mandara a su hermano menor. La madre no le dijo nada,
aunque sabía que Santiago no estaba enfermo, por lo menos no del cuerpo, si no
que su enfermedad era ver los fantasmas que según él decía, lo despertarían del
sueño de la vida.
Cuando su hermano salió, el teléfono sonó
como un grito y Santiago corrió a levantarlo.
-Aja
pendejito, ¿vos crees que estamos jugando verdad?, por casualidad ¿no acaba de
salir tu hermano de tu casa? Vos crees que no podemos agarrarlo y hacerlo
mierda para que veas que hablamos en serio. Mejor salí y platica con nosotros,
vamos a dar una vueltecita. No te preocupes.
-Señor,
escúcheme por favor, pero escúcheme, ya no ando en nada, créame, ahora hasta de
blanco me visto.
-Pero
tenés la sangre roja pendejo, la sangre roja y los ojos negros.
-Por
favor, por el amor de Dios…
-Si
vos no crees en Dios ateo de mierda, vos no crees en nada.
-Ahora
voy a misa los domingos, créame compa.
-¡Compa!
Y todavía me decís “compa”
-Amigo
escúcheme…
La llamada se cortó. Santiago entró a su
cuarto con los ojos llorosos y sin decirle nada a su madre, la cual le
insistiría que las llamadas solamente eran para asustarlo un poco. Ya estaba
harto de la maternal frase “Tranquilo mi amor, solo es para asustarte”
acompañada por una caricia que más parecía de despedida que de consuelo.
Pasaron las horas y al entrar a su cuarto
trató de calmarse pues recordó que solo le quedaban unas horas para terminar
con el libro, perder el miedo, he ir a dejárselo a su amigo a unas cuantas
calles de su casa.
Y Prosiguió leyendo; “Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más
pequeños, tocados por el soplo de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no
les hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó atención a su esposo.
–Espérate y me visto- le dijo él. Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime,
que entonces no tenía más de siete años, era el único que estaba vestido para
la escuela. –Acompáñala tú- ordenó mi padre. Jaime corrió detrás de ella si
saber qué pasaba ni para donde iban, y se agarró de su mano.
Y en ese instante Santiago deseó con toda su
alma, que su madre al verlo temblar tras las llamadas, dijera para consolarlo
lo mismo que la señora del libro “animales
de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias”.
Casi al terminar el libro, el pequeño
Santiago sabía que tenía que tomar valor para salir y entregarlo, y para darse
ánimos se decía -Si fuera la asesina ilustrada la que hubiera leído otra cosa
fuera, pero esta novelita no debería asustarme. Tanto miedo me va a terminar
matando.
Así que terminó la novela, respiró profundo
y antes de salir tomó un vaso y lo llenó con agua. Al llevarlo a su boca,
comenzó a temblar de tal manera que el líquido caía al suelo antes de llegarle
a los labios. Después de respirar profundo, tan profundo como podían soportar
sus pulmones, puso el vaso sobre la mesa con la poca agua que había quedado y
salió a entregar el libro.
Esa noche el pequeño Santiago no regresó a
casa, la noche siguiente fue lo mismo y los siguientes días serían el espejo
infinito de los anteriores. Santiago nunca regresó.
Su madre comenzó a buscarlo de manera
desesperada con la ayuda de sus vecinos. Lloraba desconsolada y se maldecía por
no creer que las amenazas llegarían a tomar cuerpo y forma. Un día de tantos que
sumaban la búsqueda, su madre se acercó a un matorral donde un olor familiar se
le vino de pronto. -Este es Santiago -se dijo. -Así olía desde que el miedo se
apoderó del pobre. La madre lo encontró por un olor fuerte, que no era natural
sentir en la descomposición de un cuerpo humano. Santiago olía a miedo,
apestaba tanto, que las personas que estaban cerca se alejaron a varios metros
del lugar. Solo la madre pudo soportar aquel olor que ya le era familiar, el
olor del miedo que había quedado en las sabanas y en las sillas, en las
cucharas y en la ropa de su hijo.
Después que lo encontraron, los forenses
dictaminaron su muerte y el documento de difusión decía; “Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi
seccionado por dos perforaciones profundas en la cara anterior. Tenía cuatro
incisiones en el estómago, y una de ellas tan profunda, que lo atravesó por
completo y le destruyó el páncreas. Tenía otras seis perforaciones menores en
el colon traversa, y múltiples heridas en el intestino delgado. La única que
tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le había
perforado el riñón derecho. La Cavidad abdominal estaba ocupada por grandes
témpanos de sangre, y entre el lodazal del contenido gástrico apareció una medalla
de oro de la virgen del Carmen que Santos se había tragado a la edad de cuatro
años. La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo espacio
intercostal derecho que le alcanzó a perforar el pulmón, y otra muy cerca de la
axila izquierda. Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y
dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los músculos del
abdomen. Tenía una punzada profunda en la palma de la mano derecha, que el
informe decía. << Parecía un estigma del crucificado>>.
Tegucigalpa, noviembre del 2009.
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